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Foto inspiradora, cedida por Antonio Jesús Grande Larrubia |
–¡Mirad
cuántos han venido hoy!– La entusiasta Olivia siempre se alegra de ver el
parque lleno de humanos.
–Pues
sí, hoy parece que hay más que otros días y los hay de todo tipo.– Su prima Sara los mira, aparentemente indiferente, pero de reojo está pendiente por si se les
escapa alguna palomita.
–Sí,
incluso algunos son silenciosos.– Como siempre, Berta, se molesta por la
invasión de los humanos.
Pero Olivia no pierde la emoción y enseguida encuentra a sus favoritos.
–Están los abuelitos, ¡qué lindos! Se miran siempre como si fuera la primera vez que se ven.
Mientras Sara sigue con la búsqueda de esas bolsas de colorines de las que se escapan las
ricas palomitas descubre a alguien nuevo al que poder quitarle alguna.
–En los bancos de la derecha hay un montón de niños, todos son diferentes, parecen felices, no paran de reírse... ¿qué les estará contando el chico ese del sombrero?
Pero a
Berta no le gustan las risas.
–¿Eso son risas? Si no paran de chillar, podrían bajar la voz, no puedo dormirme.– Y a pesar de su protesta, abre un ojo, sin que
se den cuenta sus compañeras, para ver cómo de felices están esos niños nuevos.
–Pero,
¡¡¡cómo te vas a dormir!!!– Olivia no entiende a la gruñona de Berta– Si es
de lo más divertido verles. Mira: sonríen sin parar, hablan y hablan, cantan,
bailan en corro, comen esas palomitas tan ricas. Y mira cómo se besan… Jo, yo
quiero ser humana.
–Querida, todo eso está muy bien, pero nosotras tenemos algo que ellos no tienen.– Sara sonríe al recordar los días de entusiasmo de su
juventud cuando llegó al parque por primera vez, y, como a Olivia, le encantaba ver a los humanos disfrutar.
–¿Sí?,
¿el qué?– pregunta la joven, que no encuentra un mundo mejor que el que se ve desde el árbol.
–Alas para
volar hasta el parque cada día.
–Siempre que no te duelan, –gruñe Berta– porque yo, a mi edad, tengo que pedir
permiso a mi ala izquierda para volar con la derecha.
Olivia y Sara se miran, se ríen sin que Berta se dé
cuenta y vuelan hasta el montoncito de pan que los abuelitos les regalan todos
los días.
–Guárdale un poco a Berta– Liv–, no te lo comas
todo.
Y Berta al fin abre los ojos y disfruta de la vida del
parque.